...por José Enrique García Pascua
Leo el libro titulado En defensa del decrecimiento (Ed. Los
Libros de la Catarata, Madrid, tercera edición, de junio de 2010) de Carlos Taibo, profesor de Ciencia Política en
la Universidad Autónoma de Madrid.
Dicho libro se articula en
cuatro capítulos, I “Amenazas”, II “Decrecimiento”, III “Barbarie” y IV
“Capitalismo”. Puesto que el capítulo segundo es el que atañe directamente al
tema enunciado en el título del libro, lo dejaré para el final, y algo diré
antes de los otros tres.
El capítulo primero enumera las
cuatro amenazas que –de acuerdo con el autor– se ciñen sobre la sociedad
actual, a saber, la globalización
capitalista, el cambio climático,
el agotamiento de los recursos no renovables,
en especial los energéticos, que obtenemos de la naturaleza y la sobrepoblación. En la página trece
Taibo menciona como un peligro más las agresiones
medioambientales, pero las incluye entre los problemas ecológicos junto al
agotamiento de los recursos y no se vuelve a ocupar de ellas, aunque, en mi
opinión, la contaminación del hábitat y la pérdida de la biodiversidad
constituyen una quinta amenaza tan grande y creciente como las otras y, de
hecho, el cambio climático es consecuencia de la contaminación. Las tres, o
cuatro, últimas amenazas son objetivas y palpables, a pesar de que nuestros
conciudadanos mayoritariamente prefieren ocultar la cabeza debajo del ala con
el fin de que los inherentes temores no les amarguen la fiesta, esa continua fiesta
a la que estamos entregados los habitantes de los países desarrollados, no así
los de los lugares –menos desarrollados– en donde se padecen con mayor crudeza
los efectos de los susodichos problemas. En cuanto a la globalización
capitalista, a la que Taibo dedica en exclusiva el capítulo cuarto, mi parecer
es que no resulta exactamente una amenaza en sí para la supervivencia del
hombre, sino el marco económico actual que potencia las demás, y, del mismo
modo, tampoco habría que considerarla como la única causante de los grandes
problemas a los que nos enfrentamos, sino que, como indica el propio Taibo, «los
primeros responsables de lo que ocurre somos nosotros mismos» (op. c., p. 12), esto es, la humanidad
empeñada desde el principio en satisfacer sus cada vez mayores necesidades
actuando sobre el mundo que la rodea.
En el capítulo tercero,
“Barbarie”, Taibo advierte de que, ante la inevitable crisis mundial ocasionada
por el agotamiento de los recursos, el exceso de población y el empobrecimiento
de los ecosistemas como resultado de la contaminación y del cambio climático,
es muy posible que los países militarmente poderosos hagan uso de la fuerza
para controlar los medios de producción menguantes, como ha ocurrido en tantos
momentos de la historia. En realidad, observo que esto ya está sucediendo, allí
en el Próximo Oriente, convertido en escenario de la acción bélica de las
grandes potencias. Dado que dichas potencias almacenan espeluznantes arsenales
de armamento atómico, el estallido de un conflicto generalizado puede
significar la aniquilación de la civilización toda.
En un apartado de este capítulo
tercero, apartado titulado “¿Reducir violentamente la población?”, Taibo habla
de la última de las amenazas mencionadas por él, la superpoblación. La solución
bárbara, en efecto, supondría acudir a formas violentas de disminuir el número
de humanos, como la eliminación planificada de los pensionistas y otros
segmentos onerosos de la población, pero esta solución –me temo– no es, por
ahora, políticamente correcta, lo que a Taibo le inclina a proponer más bien
otra solución, en línea con sus tesis decrecionistas. Se trataría de que los
siete mil millones de habitantes del planeta nos inclinásemos voluntariamente por los hábitos de
consumo de los campesinos de Mali, en vez de aspirar al disfrute de los hábitos
de consumo de los estadounidenses; así, la Tierra podría alimentar treinta mil
millones de personas. Por desgracia, el autor obvia un par de hechos
relevantes, en primer lugar, que el ser humano no es espontáneamente generoso,
sino que, como enseña la historia con sus guerras, quiere en general prevalecer
a costa de los demás y no está dispuesto a compartir la escasez, y eso a pesar
de que algunas pocas almas se sientan inclinadas a seguir el precepto evangélico:
«Amad a vuestros enemigos» (Mateo 5,
44), y, en segundo lugar, que, aunque fuera hipotéticamente posible alimentar a
tanta gente, treinta mil millones de personas de vida sencilla precisarían de
una inmensa cantidad de energía y de recursos consumibles y de un espacio vital
de tales dimensiones que al cabo surgiría de nuevo el problema de la escasez.
Llegamos ahora al meollo del
libro, lo que anuncia su título, el decrecimiento,
al que está dedicado el capítulo II. Como he dicho, considero que el capitalismo
simplemente es el estadio final del ansia de acaparar característica del ser
humano, pero esta ansia fue incrementada hasta cotas inéditas por la revolución
industrial, hija y esposa del capitalismo, el cual no tiene otra razón de ser
que la concentración de la plusvalía en pocas manos, y esto es lo que hace
necesario que la economía crezca siempre, no basta con mantener la producción
del año pasado, porque ello acarrea el riesgo de que otro te arrebate tu cuota
de mercado. Semejante crecimiento, por
tanto, es exponencial, pues se
cuantifica en un porcentaje sobre el último PIB anual, el cual, a su vez, había
crecido otro porcentaje con respecto al PIB anterior, y así sucesivamente.
Crecimiento exponencial es también el que se registra en los diversos ámbitos
económicos, como el consumo de materias primas no renovables, el aumento de la
población, por la mayor disponibilidad de alimentos y las mejoras sanitarias, o
los niveles de dióxido de carbono de origen antropogénico.
Constatando que todas las grandes amenazas de
nuestra época revisten la forma de un crecimiento insostenible a medio plazo,
Taibo y otros piensan que la solución viene dada por el decrecimiento, es decir, una nueva economía basada en parámetros
que ignora la ciencia económica al uso, la cual, por ejemplo, desdeña el valor
económico de los recursos de la naturaleza en sí mismos y sólo atiende al valor
económico de su explotación: «un bosque convertido en papel incrementa el PIB,
en tanto que ese mismo bosque indemne, decisivo para garantizar la vida en el
planeta, no computa como riqueza» (op.
c., p. 50). Otro parámetro a transformar sería, por razones obvias, el del
consumo imparable promovido como factor esencial de la actividad económica
obsesionada por el crecimiento.
La solución, por tanto, no la
aporta el socialismo (irreal, en palabras de Taibo) habitualmente presentado
como opción alternativa al capitalismo, pues hemos comprobado que la
instauración de regímenes marxistas no ha traído otra cosa que un capitalismo
de Estado, también obsesionado por el crecimiento. La solución será un sistema
económico que se base en parámetros simplificadores de la vida económica de los
hombres y que, por ende, traiga la disminución del consumo y del gasto
energético.
Los parámetros del sistema propuesto
serán: 1, simplicidad voluntaria; 2,
promoción del ocio frente al trabajo absorbente; 3, triunfo de la vida social
sobre el deseo de propiedad; 4, reducción de las dimensiones de las estructuras
productivas; 5, primacía de lo local por encima de lo global, y, 6,
redistribución de los recursos en provecho de los desfavorecidos.
En las sociedades opulentas se
aspira a redistribuir los recursos, incluso con el fin interesado de que
aumente el consumo, pero, en tiempos de crisis y con el deterioro del mercado
de trabajo, las diferencias entre favorecidos y desfavorecidos de estas
sociedades capitalistas se incrementan, sin mencionar las diferencias cada vez
mayores que existen a nivel planetario entre países ricos y pobres. La
consecuencia que obtengo es que, si pretende una humanidad más equitativa, el
decrecimiento pretende al mismo tiempo dar al traste con la acumulación de
capitales y con otras características del capitalismo, como la presente
globalización del mercado, sustituida por la proliferación de mercados locales,
y la prepotencia de las empresas multinacionales, sustituidas por estructuras
productivas a pequeña escala.
¿Cómo alcanzar el triunfo de la
hasta aquí diseñada revolución anticapitalista? No, desde luego, por medio de
la violencia, ya que los decrecionistas no disponen de tanques, sino a través
de una revolución moral, la que
denotan los tres primeros parámetros citados. Queremos un mundo en que todos
los hombres adopten voluntariamente
un género de vida simple, que implique una valoración del ocio mayor que la del
trabajo a ultranza (esto no significa entregarse al ocio como otra forma de
consumo, que es lo que promueve el capitalismo, sino trabajar menos para que
todos puedan trabajar y para que precisamente haya menos consumo) y también una
renuncia a la pulsión individualista de poseer que es la seña de identidad del
capitalismo.
La antedicha revolución moral
tiene sus antecedentes; es, por descontado, lo que predicaban los estoicos: «¿Me
preguntas cuál es la medida de la riqueza? Primero, tener lo que es
necesario, luego, lo que es suficiente»
(L. A. Séneca: II Carta a Lucilio),
pero el estoicismo es para minorías esclarecidas, así que Taibo busca otros
antecedentes más populares y en la página ochenta y uno de su obra cita a los socialistas
utópicos y a los anarquistas; ahora bien, estos movimientos transformadores
nacidos en el siglo XIX tienen un punto de partida común, la noción del buen salvaje que debemos a J. J.
Rousseau (1712-1778). Este pensador de la Ilustración considera que los pueblos
que conviven en comunidades igualitarias y usan de una tecnología sencilla son
naturalmente buenos, y que la aparición de la propiedad privada con su
inherente desigualdad, aparición que permitió el desarrollo de la agricultura y
la industria, es lo que convierte a aquellos hombres primitivos en seres
depravados; por esto, Taibo nos dice que debemos volver a «la experiencia
histórica de muchas sociedades que, comúnmente tildadas de primitivas, no estiman que su felicidad deba vincularse con la
acumulación de saberes y bienes» (op. c.,
p. 82). La cuestión, no obstante, es que Rousseau y sus seguidores incurren en
una incongruencia que convierte en baladí el mito del buen salvaje; consiste en
que no es cierto que el hombre sea bueno por naturaleza y que la propiedad
privada y la metalurgia como cosas adventicias le perviertan, más bien la
propiedad privada, la metalurgia y la desigualdad son productos de ese mismo
buen salvaje transformado en civilizado, no de unos demonios insidiosos: son obra
de la voluntad de poder que guía a la estirpe humana. Si los primitivos, a
diferencia de los civilizados, son igualitarios y no se consideran propietarios
de la naturaleza no es por mera virtud, sino porque la economía propia de
aquéllos hace al individuo enteramente dependiente del grupo y del entorno,
mientras que la economía de la civilización le proporciona instrumentos para su
independencia y su eventual supremacía sobre otros, que es exactamente lo que
busca el instinto, por encima de la razón.
Constatamos, empero, que hoy en
día muchos ciudadanos de las naciones desarrolladas, desencantados y, sobre
todo, alarmados por el derrotero que está tomando la humanidad, escuchan la
prédica de Rousseau y buscan en el decrecimiento la alternativa al crecimiento
sin tregua, lo que les lleva, por ejemplo, a consumir productos locales y de
agricultura ecológica, pero esta transgresión ha sido inmediatamente asumida
por el mercado capitalista y encontramos en todos los grandes comercios ofertas
que responden a tales demandas; de este modo, la revolución moral en marcha se convierte en un factor más del
crecimiento económico. Creo que éste es el mecanismo exitoso con que el
capitalismo se enfrenta a las revoluciones incruentas: convertirlas en modas a
las que se pueda dar satisfacción mercantil.
Pienso que resulta difícil que
el empeño decrecionista llegue a sustituir al sistema capitalista, que ya se
está encargando –como acabo de decir– de neutralizarlo. Además, la arriba
dibujada moral del decrecimiento por sí sola, sin una instancia de poder que la
imponga, carece de futuro, pues se basa en la decisión voluntaria de la gente, y la gente no renuncia voluntariamente ni a
la ganancia ni a la propiedad ni a las expectativas de placer carnal que
constantemente le suscita el sistema consumista. Los políticos, preocupados
únicamente del éxito a corto plazo, como nos recuerda Taibo (cf. op. c., pp. 138 y ss.), nunca
querrán poner en funcionamiento una praxis que se oponga al crecimiento del
PIB. Acaso, la inminencia de la catástrofe les llevaría a tomar medidas, ya
demasiado tarde. Lo cierto es que, mientras tanto, no se quiere enfrentar el
problema en toda su dimensión y nos creemos con los neoliberales que el mercado
lo resolverá, aunque es el mercado precisamente la causa del problema, o,
llenos de optimismo, confiamos en las soluciones tecnológicas, sin tener en
cuenta lo que Taibo llama el efecto
rebote (cf. op. c., p. 142): un
motor de automóvil más eficiente deja el combustible no consumido a libre
disposición de otros que ya inventarán nuevas maneras de consumirlo, con lo
que, a la postre, el consumo energético aumentará, y esto vale para cualquier
forma de consumo.
Las buenas intenciones de unos
cuantos voluntaristas no van a frenar
el desarrollo capitalista, que nos encamina indefectiblemente al colapso. Como
profetizaba aquella película, Soylent
green (Richard Fleischer, EE UU, 1973),
los pensionistas terminaremos convertidos en cubitos para caldo.
Torrecaballeros, 8 de
septiembre de 2017.
Mientras el proceso sea voluntario y no cruento,los cubitos alimentarian a algún necesitado. Sería nuestra eucaristía.
ResponderEliminarEs un concepto interesante, ése del “Decrecionismo”. Sin embargo, mirando hacia atrás sin ira, algo de eso ya lo hubo en la historia de la Humanidad, pero generalmente no de forma voluntaria.
ResponderEliminarA veces hubo chispazos, como el movimiento de los Amish en Estados Unidos por parte de colonos alemanes y suizos, basados en la renuncia a aceptar evoluciones tecnológicas y volviendo a la madre naturaleza. Sin embargo, este movimiento ha quedado muy constreñido a un territorio muy pequeño cerca de Pensilvania, gracias a un gobernador que no le importó que aquellos colonos se negasen a prestar servicio militar (rara avis, desde luego, por allí) y al final se ha convertido en algo turístico por su peculiaridad, con gran cabreo de los miembros de esta comunidad (con alguno llegué a tener un enfrentamiento por hacerles fotografías).
De forma más individual, estamos viendo que familias procedentes más bien del exterior que de nuestro entorno, compran propiedades a buen precio en pueblos abandonados; allí pretenden integrarse en la naturaleza y vivir de su propio esfuerzo.
Mirando atrás, pues, el fenómeno parece poco “contagioso”; el Hombre del siglo XXI se ha acostumbrado tanto a los “incentivos” que la técnica ha puesto ya a su disposición, que el mero hecho de pensar en renunciar a ellos le da escalofríos (no hay más que tratar de quitarle a alguien su móvil o su i-pad, pues su reacción sería la misma que si le hubiesen dado una patada en los mismísimos).
El ser humano sólo reacciona cuando constata que está en verdad seriamente amenazado; el libro del señor Taibo viene a ser un primer aldabonazo. Tendrán que seguir otros muchos para que reaccione…
Muy interesante el libro, por cierto, y magnífica tu extensa exposición; he llegado incluso a sentir el aldabonazo…
Interesantísimo asunto. Me apoyo en dos frases que planteas, Jose Enrique. La primera: "...más bien la propiedad privada, la metalurgia y la desigualdad son productos de ese mismo buen salvaje transformado en civilizado, no de unos demonios insidiosos son obra de la voluntad de poder que guía a la estirpe humana". Cierto. Creo que hay una dualidad entre la cooperación y la competencia cuyo hilo se puede seguir a lo largo de la evolución de las especies. La lucha por el territorio, la competencia, incluso la selección natural, ha determinado ciertos equilibrios ecológicos entre esas especies. Pero el hombre está en la cima de la cadena trófica: ha llegado a la cima del poder y sin competencia como no sea entre sí mismo.
ResponderEliminarEs cierto que esa competencia dentro de la especie encuentra en el capitalismo su máxima expresión, pero el agotamiento y degradación de su entorno, provocado por un sistema que, más allá de la supremacía, permite el despilfarro, tiene que hacernos reaccionar. Si, "la economía de la civilización le proporciona instrumentos para su independencia y su eventual supremacía sobre otros, que es exactamente lo que busca el instinto, por encima de la razón", llegaremos a un punto ecológico en el que ni siquiera esa supremacía podrá ejercerse más que por un número muy reducido de seres. Los límites del planeta imponen acabar con esa supremacía absoluta de la competencia sobre la cooperación. La pregunta es ¿El capitalismo es el último sistema que conocerá la humanidad?. si se contesta que sí entonces el tiempo se agota demasiado deprisa.
La otra frase: " Además, la arriba dibujada moral del decrecimiento por sí sola, sin una instancia de poder que la imponga, carece de futuro, pues se basa en la decisión voluntaria de la gente, y la gente no renuncia voluntariamente ni a la ganancia ni a la propiedad ni a las expectativas de placer carnal que constantemente le suscita el sistema consumista." Eso es lo que Taibo ( de simpatías anarquistas) no creo que analiza bien. Cierto que hay cuestiones morales y de comportamiento que se trata que entren en la hegemonía social, pero si no se transforman en propuesta política (en el sentido de buscar la potencia de transformación que dan las instituciones) quedan en un nivel de testimonialismo que no permite llegar a tiempo antes de los cataclismos previsibles.
Tu análisis del pensamiento anarquista, en efecto, corre paralelo al que yo hago, pues coincidimos en que el concepto del "buen salvaje" resulta una visión sesgada de lo que es el comportamiento humano, ya que obvia el otro aspecto de él, la competencia, inscrita en los genes (no sólo humanos) tanto o más que la cooperación, y que, cuando la supervivencia está en juego, es la competencia la que prima. Sin embargo, moralmente no nos sentimos a gusto con el dominio, que, a diferencia de la cooperación, acarrea sufrimientos sin cuento; de aquí que sea una creencia antigua, muy antigua, la que nos habla de una edad dorada perdida en la noche de los tiempos. Del mismo modo, estamos de acuerdo en que, sin un poder político que la ampare, la propuesta del decrecimiento voluntario no es por sí misma viable.
EliminarEl auténtico problema con que se enfrentan las presentes generaciones no es que tanto que haya triunfado el capitalismo como que, al final del camino, nos encontramos con que el afán de supremacía y la razón instrumental nos está abocando a cataclismos previsibles por haber llegado a los límites del crecimiento. Los decrecionistas opinan que otro sistema, no consumista, alternativo al capitalismo es factible, pero pienso que el precio a pagar es tan alto que difícilmente estaremos dispuestos a cambiar mientras haya de dónde obtener beneficio.